20090708
De lo nuevo
Calientito, recién salido del horno, les dejo este poemilla que actualiza y resume mi vida las dos últimas semanas y media:
Frío, yerto, con los ojos semicerrados
recorro los espacios entre un camión y otro
una parada, los taxis, banquetas sucias;
mi cama y el trabajo, dicotomía tonta
de los días que antes eran míos.
Camino sobre las ganas de hacer
por no dejar de hacer, las ganas de antaño,
del adolescente que soñaba y hablaba alto,
del niño que miraba antes de hablar
y entendía al mundo como es:
Un dibujo roto, deslavado,
contruido con trazos gordos
como gajos de naranja,
violento, convulsivo y palpitante.
Nunca el mismo.
Cabicerrado, hombrosbajo, paticansado,
recorro las calles como un sueño
que cobrara sustancia y caminara.
Y pienso. Desde las tinieblas pienso.
Tras la cortina de humo, atisbo al mundo,
y pienso. Con ardor en los ojos pienso.
Con calambres en las pantorrillas pienso.
Pienso en lo que no tengo y que tendré.
Pienso en la luz del futuro.
Nunca el cansancio supo tan dulce
(a excepción, claro, del ir y venir,
suave, cansancio del sexo).
Pero aun en el cansancio
soy más yo que el yo de cuatro años atrás.
Más yo que el yo que habla bajito;
que el yo que asiente y calla.
Desde las tinieblas, tras los ojos lánguidos,
entre el marasmo del calor,
la inamovilidad de los días
y la inevitabilidad de la rutina
siento.
20090601
Día de la Marina
Cada 1 de junio, día de la marina, recuerdo, invariablemente, a mi abuelo José Vargas, conocido como Chocolate y también como El Marino. El primer sobrenombre se lo ganó por comer dulces a destajo. El segundo, porque fue marino desde los 18 años o antes. Él murió en 1992, el 17 de enero.
Yo tenía 12 años e iba en 1º de secundaria. La última vez que lo vi fue el 17 de diciembre del año anterior: fui a su casa con un primo para pedirle dinero para cohetes, él nos lo dio y ofreció llevarnos a la casa, pues iba para allá. Mi primo dijo que no, porque primero íbamos a comprar los cohetes. Yo le dije que sí, sentía algo raro, no me quería despedir, pero mi primo dijo que si no lo acompañaba no me daría mi parte de los ansiados e ilegales explosivos, y pudo más la amenaza.
Nunca se me ha quitado el desasosiego que sentí en los días siguientes, cuando fue a la casa y no lo vi porque no estaba, cuando fui al hospital y no me dejaron pasar por ser menor de edad, o el día que mi mamá recibió la noticia de su muerte y a su vez se la comunicó a mi abuela con unos histéricos gritos que quedaron marcados en mi memoria como marcas de fuego, y es que mi abuelo fue la primer muerte que sufrí; el desasosiego de verlo frío, en su ataúd, de ver a su gato, un siamés de nombre Socio, triste, sobre su silla de ruedas. Lo cremamos en Veracruz. Nunca he regresado al puerto mas que haciendo escala. Ni quiero ir.
Sus cenizas las esparcieron en el mar, en Roca Partida, donde chocan dos corrientes encontradas y es peligrosísimo navegar, por lo que PEMEX nos prestó un helicóptero (todavía existía el departamento de Transportes Aéreos, ahí trabajaba mi papá). Aún hoy, si escucho la canción El marinero, de Cri-Cri, lloro.
Bueno, a lo que iba. Era mi intención rescatar un texto que escribió mi abuelo precisamente para un 1 de junio, en recuerdo de sus compañeros que murieron en el Potrero del Llano. Es que mi abuelo era sobreviviente de la segunda guerra mundial, o WWII, como le dicen los gringos. Y cómo, se preguntará el lector, si México no tomó parte en la segunda guerra. Wrong! México sí participó. Al principio se mantuvo neutral. Pero Alemania propuso ser su aliado, lo único que México tendría que hacer era no vender hidrocarburos a los gringos. México siguió haciendo negocios y eso enojó mucho a Alemania. Entonces, con submarinos, mandó torpedear a los cargueros petroleros. México declaró la guerra a Alemania y mandó un escuadrón de aviación y no recuerdo qué más. Entre los barcos petroleros torpedeados están el Potrero del Llano, el Faja de Oro y el Amatlán. Son los que recuerdo.
Mi abuelo, que tenía entonces 18 años, era fogonero en el Potrero del Llano.
La nota, que él tituló A mis compañeros caídos, da cuenta de cómo escaparon del barco en llamas, que no fue fácil, tomando en cuenta que el petróleo que llevaban se derramó y se incendió frente a costas cubanas.

El Potrero del Llano en llamas
Lo que no relató es que, tras el primer impacto del torpedo, salió a cubierta sin pantalones, y cuando vio de qué se trataba, regresó a ponérselos a su camarote, pues, además, ahí llevaba sus ahorros.
Cuando lo platicaba no le creíamos, hasta que, años después de su muerte, leí en un libro que se llama Mexicanos al grito de guerra, de Mario Moya, algo así como, y cito de memoria, “ante el inminente peligro de que explotaran la caldera, los marineros se precipitaron a cubierta (el fogonero de segunda, José Vargas Ortega, ¡regresó a su camarote por sus ahorros!)”.
Después en una colección llamada Gesta del Golfo vi una foto suya de entonces, donde también lo mencionan como parte de la tripulación sobreviviente, me la enseñó Juan Márquez Acevedo, sobreviviente del Amatlán. Mi abuelo de 18 años mira al frente, muy serio, muy peinado, muy formal.
El recorte del periódico, como decía, no lo conseguí, sólo lo tiene una tía que ahora vive en el DF y que, por estos días, se está quedando en Monterrey. Se los debo.
Mi abuelo, junto con otros sobrevivientes, fue objeto de múltiples homenajes cada día de la marina, asistió a varias cenas a los Pinos y por ahí hay algunas fotos con presidentes. Lo que un submarino alemán no logró, la diabetes sí.
20090519
porque sí
Yo no escribo por necesidad, pero a veces sí necesito escribir. Suena a lo mismo, pero no lo es. No de la forma en que lo pienso. La diferencia yace en la frecuencia, creo. Empezaré por el principio. Cada que abandono este blog siento algo como angustia que sólo podría comparar con una flema de ésas que suben y bajan y producen un silbido en mi pecho cuando tengo bronquitis. A veces he subido textos de creación literaria que ya tenía hechos e incluso tareas de la facultad, como aquel ensayo sobre Nicanor Parra. Pero en general, no escribo por escribir, no me siento a meditar de manera forzada a ver qué pongo de relleno en el blog. Y los dos o tres lectores que por ahí andan deberían agradecer esto. No había sentido necesidad de postear nada y no lo hice. Se me han ocurrido cosas, pero no ha habido la necesidad apremiante de escribirlas. He podido, supongo, comentar mis lecturas (después de todo ese era el fin original de este blog), pero no me gusta abandonar el libro y correr a escribir lo que se me ocurre en el momento en que se me ocurre, después es ya tarde y no lo hago.
En fin, he terminado de leer El viaje del elefante ayer. Es el Saramago de antes. El Saramago de Ensayo sobre la ceguera y El evangelio según Jesucristo y Todos los nombres y La Balsa de piedra y La caverna. Pero he empezado a leer a Banana Yoshimoto. Sueño profundo. Y una nostalgia húmeda e indefinida se ha apoderado de mí. Mis lecturas sí influyen de cierto modo en mi ánimo. Será que las busco inconscientemente acordes con mi humor, en consonancia con, diría la jerga oficinesca. Tal vez desde antes esa melancolía lluviosa me rondaba. Mi cuarto está hecho un relajo y no siento ganas de arreglarlo ni de salir a la calle. Tal vez, decía, ya me rondaba y no me había dado cuenta, porque estaba ocupado viendo las series que bajo de internet o porque estaba deslumbrado con el estilo de Saramago o intrigado y conmovido por los casos de Kurt Wallander (he leído al hilo cinco novelas de Henning Mankell sobre este detective sueco). El chiste es que anoche empecé a leer a Banana Yoshimoto y la tristeza que se balanceaba en mi coronilla cual espada de Dámocles ha caído y la saudade, una especie de sangre ámbar, escurre por mi frente y pica en los ojos.
Hay algo triste. No sé si es la narradora o la muerte de Shiori o las noches oscuras o Tokio bajo la lluvia o yo. Ya conozco la sensación. Unas ganas de llorar se apoderan de mi y la visión se me nubla como si ya tuviera las lágrimas en los ojos y no veo bien. Entonces escribo. Lo mismo me pasa con Haruki Murakami, excepto que en él reconozco, subyacente, un delgado y casi invisible hilo de alegría del cual asirse. por momentos se pierde, pero en general es más optimista que Yoshimoto, quizá menos triste.
En estos casos escribo como una respuesta natural a los estímulos exteriores y porque me ayuda a lidiar con lo que brota de la tristeza. Pero en ocasiones escribo porque se me ocurrió una buena idea para un cuento o porque quiero decirle algo a alguien pero no me atrevo o escribo porque sí, porque puedo. Creo que por ahí va. No escribo porque necesite escribir, porque no sepa otra cosa, sino porque quiero, porque me gusta. Ahí tienen.
20080923
De elefantes (Paquidérmico)
En fechas recientes leí que Orhan Pamuk por fin había terminado El museo de la inocencia, una novela de la que lleva años hablando. Sólo los escritores divos pueden permitirse anunciar los libros por adelantado y las fechas de publicación. Y digo divos en el buen sentido, Juan Rulfo en su tiempo anunciaba La cordillera como su próxima novela, misma que nunca terminó o que, tal vez, nunca tuvo la intención de terminar, según lo creía Tito Monterroso (leer "El zorro es más sabio" en sus Fábulas). J. K Rowling también anunciaba la fecha de publicación del número siguiente de la serie de Harry Potter, y en las librerías se hacían unas colas ridículamente largas, más bien parecía que los iban a regalar.
La semana pasada leí que Saramago terminó su nueva novela, a pesar de la larga enfermedad que hizo que Pilar pensara que la iba a dejar incompleta. Saramago se recuperó y terminó El viaje del elefante (A viagem do elefante), que se publicará simultáneamente en varios idiomas este otoño. No es porque sea fan de Saramago (y lo soy), peeero la novela se ve muy muy buena, promete. Acá pueden leer un fragmento, en su blog, El cuaderno de Saramago.
Desde muy niño me atraen los elefantes, siento que mis interiores se estremecen cuando veo uno y sus ojos me provocan una melancolía profunda, me dan ganas de abrazarlos. Por eso cuando leí esta nota en El universal me entristecí. Indra, una elefanta de cinco toneladas, se escapó y murió atropellada al cruzar la carretera México-Tulancingo, el chofer del autobús también murió en el choque, sin embargo logró evitar que el bus volcara y probablemente le salvó la vida a sus pasajeros.
Hablando de elefantes, oigan esta canción de Beirut, Elephant gun; y si quieren más, chéquense este cuento, ya que vamos encarrerados.

20080805
Bostezo
Más ficción:
Bostezar de nuevo. Regresar a mi trabajo. Mirar hacia fuera, entre las persianas. Sentir ganas de sentir ganas de hacer algo, allá afuera. Ir al baño, despacio, como si tuviera una gran encomienda que debe realizarse concienzudamente. Me tardo lo más que puedo, pero al final regreso. Siempre regreso. Ir por agua. Regresar al trabajo. Bostezar. Pensar en lo que haré cuando salga. No haré nada. No quiero. No siento ganas de.
Garabateo sobre el escritorio. Lo borro. Pruebo si sirven todas las plumas en una hoja usada. Leo lo que dice al reverso la hoja. Un oficio viejo. Se solicita material de oficina. ¿Para qué? Plumas tengo muchas. Se echan a perder antes que las ocupe. Además, estos días todo se hace con computadora. Inicio un juego de solitario. Inicio otro. Cierro el juego. Bostezo. Alguien me ve, bosteza también. Luego sonríe, en complicidad. Yo no sonrío. Si bosteza no tiene nada que ver conmigo.
Pido permiso. La tienda. Afuera hay sol. Fuga de agua. Una tubería rota por arriba expide una apenas brisa. Con el sol, el agua brilla y se pone de colores. Antes me gustaban estas cosas. Ahora me bajo de la banqueta para no mojarme. Camino de puntillas sobre el agua para no salpicar. Un coche pasa. Si me hubiera mojado me enojaría, pero el mojado fue otro. Yo ya había pasado. No sé cómo sentirme. Si reír o enojarme con el conductor o con la fuga. O si sentir algo. Todos los días miles de cosas pasan y sólo me entero de dos o tres. ¿Por qué debería sentir algo por estas cosas? Lo mismo da. De todos modos ocurrirán.
En la tienda no sé qué comprar. No tengo hambre. Debo comprar algo o sabrán que fue pretexto para salir. Nada se me antoja. ¿Dulce o salado? Debe ser comida porque dije que tenía mucha hambre. Si no, compraría el foco del baño. Lleva dos meses fundido. De todos modos lo compro. Me decido por unos pastelillos que comía de niño. Así al menos me los comeré con un poco de café. A ver si se me quita el sueño. Bostezo otra vez.
Regreso. El café, los pastelillos. Pero bostezo otra vez. Miro el reloj. Regreso a trabajar. Entrecierro los ojos. No me doy cuenta el momento en que me quedo dormido. Despierto con sobresalto. Nadie lo notó, o eso parece. Pienso en mandar un mensaje de texto con mi celular. No tengo nada que decir a nadie. No tengo ganas de salir, mejor no mando nada.
Busco bostezar en el diccionario: Hacer involuntariamente, abriendo mucho la boca, inspiración lenta y profunda y luego espiración, también prolongada y generalmente ruidosa. Es indicio de tedio, debilidad, etc., y más ordinariamente de sueño.
¿Qué será lo mío? ¿Tedio? ¿Sueño? Decido que, como ya van varios bostezos, son la mitad y la mitad. El primero por tedio. El segundo por sueño. El siguiente por tedio, y así. Bostezar, bosquejar, bosque, voz.
Si proyectar planes me sacara del tedio... Pero no me contenta ni pensar en lo que prepararé para cenar o lo que habrá en la tele. Tengo la boca seca. Me inclino sobre mi escritorio. No estoy aquí. No me vean. Estoy; en ningún lugar. No existo y mi conciencia se separa en miles de partículas luminosas. No me vean. Bostezo. El olvido.
Lo único que quiero, aparte de irme o de dormir, es subir a la azotea. Sólo estar ahí, sin pensar. Sentir el viento. No ha pasado ni medio día. La azotea. Desde que un pobrecillo se aventó de ahí no nos dejan subir. No todos somos suicidas aquí, aunque bien podríamos serlo con esta luz amarillenta. No lo conocía. Es decir, me llegué a topar con él en el baño, pero nunca platicamos. Trabajaba en otra oficina. Lo veía pasar cuando subía a fumar, después de comer. Yo no fumo. Eso tal vez me serviría para pasar el rato. Nota mental: empezar a fumar. Que no sean Marlboro, no soy vaquero.
Dolor de espalda. Mala postura. Malos escritorios. Bostezo. Vuelvo al trabajo. Me asomo entre las persianas. Afuera hay sol. Pronosticaron lluvia para esta tarde. Traje mi sombrilla. No parece que vaya a llover. No con este sol. Pero traje mi sombrilla. Ojalá llueva. Odiaría cargar mi sombrilla para nada. No me importaría mojarme los pies un poco, con tal de que llueva. Debí pasar la mano por la fuga de agua. Era un chorro disperso, fino.
Voy al baño otra vez. Desde la ventana sólo se ve el cubo de la escalera. Bostezo tan fuerte que me salen dos lágrimas. Un chocolate. Debí comprar un chocolate. Regreso a mi lugar. Tal vez rente películas.

Si llueve el chorro de agua ya no se verá igual. Si el día que se suicidó comosellame hubiera llovido, a lo mejor no habría subido a la azotea. Y yo podría subir so pretexto de fumar: “ya fumo, ¿no lo sabías?”. Ojalá llueva. Bostezo.
20080620
Eróstrato
Me sorprende la indiferencia con que el grueso de la gente mira con desdén al fuego cuando es pequeño. Aún las llamas más débiles queman igual, si bien una superficie menor. De no haber las condiciones necesarias, no hay fuego, pero cuando lo hay, no hay fuego que queme poco, que arda menos, o que no pueda crecer si se le alimenta primorosamente.
En esto nos distinguimos de Él los humanos; nosotros sobrevivimos en las condiciones más míseras o, incluso, cuando no las hay, lo que provoca que perdamos la dignidad (sea o no nuestra culpa) y que perdamos la propia condición de humano. Si el fuego no puede subsistir, simplemente no lo hace.
De niño me disgustaba enormemente no poder sostenerlo en mis manos, y no me refiero a las quemaduras, ésas nunca me han importado, sino a su carácter inmaterial, el agua, por huidiza que sea, puede sostenerse en las manos por un momento y, puesta en un recipiente que la contenga, se advierte su resistencia al penetrarla, se siente su densidad, su peso. Pero al fuego no se le puede cargar, no a menos que se alimente de la carne propia; no se puede tomar una llama por la cabellera y levantarla, mientras preguntamos “¿qué planeas, pequeña?”. Tampoco se puede constreñirlo a un envase y almacenarlo, guardarlo para un día de frío o de ocio. No tiene peso, no tiene densidad, al menos no que se pueda percibir con los sentidos del humano. El fuego es energía, no materia.
El agua y el fuego han sido puestos como elementos contrarios. El agua tiene materia, el fuego no. Es como si el aliento de un hombre se enfrentase (y diera una buena pelea, además) a un desaforado gigante. Y siempre he estado (aunque al lector le resulte difícil creerlo) del lado de los débiles, pues mi convivencia con el fuego no ha hecho mas que mostrarme la debilidad de la carne, lo fútil de mi materia de humano.
El fuego se parece a nosotros en su inevitable dependencia de los demás y de los estímulos externos, que nos rebasan (a Él y a nosotros) y que no pueden ser evitados por un simple acto de voluntad inamovible. Por ello, cuando alimento un fuego (ya sea con los combustibles adecuados o con mi propia carne) me siento bien conmigo, como un mesero que atendiera un banquete para dioses, y al final, a escondidas, probara las heces de la ambrosía, o mejor, como Anquises después de yacer con la mismísima Afrodita.
Si el agua limpia, el fuego purifica; permite un nuevo inicio, es augurio de reconstrucción y de la siembre nueva. En el agua nos disolvemos, en el fuego, nos consumimos. Los muertos por agua ofrecen un cariz espantoso, los muertos por fuego, cuando arde bien, no tienen aspecto mas que de polvo negro, su grasa se evapora y quedan sueltos algunos trozos de hueso necio. Y ya basta con estas analogías ociosas, sólo agregaré que Juan el Bautista dijo de Jesús que, a diferencia suya, Él vendría bautizando con fuego. Permítaseme una más: Dios es representado en ocasiones como un torbellino de fuego.
Así, en Él se intersecan lo nuevo y lo viejo, la vida y la muerte, es tan referido que, seguramente lo que digo tiene una fuerte (o tal vez tangencial) resonancia a lugar común.
Déjenme replantearlo en términos menos comunes.
Del fuego soy y al fuego regresaré. Las salamandras entrarán en mi boca abierta. Del fuego soy. Las llamas que viven en mi pecho por fin se alzarán, jubilosas. Al fuego regresaré. Y la muerte no me alcanzará, el fuego es vida y en él renaceré. Lo del fuego al fuego. Mi ser terrenal se evaporará, sólo mi ser divino sobrevivirá. Del fuego al fuego. Una vez purificado seré invencible. Del fuego soy y a Él regresaré.
20080429
Entrada para la que Armandís de Mina no tiene nombre (todavía
Este texto de ficción lo acabo de escribir escasos minutos ha. No tiene título, pero se aceptan sugerencias:
“Sé que no soy perfecto. Estoy consciente de ello. Por ejemplo, nunca uso cinturón negro con zapato negro, sino café. Sin embargo, éste es un error menor y estoy al tanto de ello. A estos “errores recurro para no sentirme superior, el hacerlo me alejaría de lo perfecto.
Hay, no obstante, otros errores, manías y demás, que con el tiempo he notado y que me han llegado a preocupar. Uno de ellos es el inefable uso de la palabra inefable, a pesar de que desconozco su significado, pienso que de buscarlo en el diccionario, la palabra perdería su encanto, yo caería en mi error y jamás la volvería a usar (porque así soy, y es una lástima, en verdad es una palabra preciosa. Digo, por ejemplo, “qué inefable mañana, y mi rostro se ilumina con el primer rayo del sol, como si fuera el primer amanecer de la humanidad. A mis amigos en la oficina, bueno, compañeros de trabajo, exclamo: “qué café tan inefable, y me solazo de la falta de respuesta, ellos, sin duda, no saben de qué hablo, mi intelecto me pone en un escalón por encima de ellos, un escalón, por demás, inefable.
Otro de mis hábitos, acaso más molesto, incluso para mí, es mi inefable costumbre de olvidar cerrar las comillas y los paréntesis, me ocurre que releo mis relatos de ficción y a veces me confundo, pues no se en qué momento termina la cita o en todo caso, a qué se deben las comillas o paréntesis.
A veces me pasa que mi interminable monólogo interior irrumpe en el exterior y digo cosas sin sentido aparente para mis interlocutores, lo cual puede resultar bueno o malo para mí, dependiendo de lo dicho y de la ocasión. Decir “calcetines azules durante el almuerzo (como en la oficina, a lo mucho, me vale el adjetivo de excéntrico, raro, o iconoclasta. Decir “pedo, pipí, popó, moco, caca, durante una importante junta (oh sí, las tengo a cada rato, me vale, además de un regaño y la cara de extrañamiento de mis superiores, el inefable adjetivo de “maniaco. Esto lo atribuyo a la rapidez con que trabaja mi mente, por lo que no es del todo malo.
Me preocupan más, por decir algo, la súbita urgencia de rasurar mis cejas (nunca lo he hecho, pero he sentido la necesidad. La extraña insistencia con que algunas ideas malsanas se fijan en mis mientes e, inefables, no puedo extraerlas. Verbigracia, las ganas de patear niños pequeños en la cabeza, pero sólo en jueves, o usar calzones apretados cuando salgo por las noches, para tener un pretexto y regresar temprano a casa.
El otro día, desprovisto de vello genital, me expuse en un balneario, el cual se halla a no menos de seis horas de viaje en carretera. La sorpresa de los padres fue mayúscula, y la mía, también. Fue un acto reflejo y aún no sé a razón de qué lo hice.
La otra noche le di un manotazo en la nuca a la mujer con la que salía, a mi favor diré que en el momento pensé que sería una buena forma de probar si estaba interesada en mí: si a pesar del golpe, seguía conmigo, lo estaba; si después del golpe se iba (que fue lo que hizo, entonces no valía la pena seguir saliendo con ella. No sé cómo se me ocurrió, pero es un razonamiento perfectamente lógico e inefable.
En ocasiones me da por contar, por ejemplo, los vellos de mi brazo. Si lo logro, algo bueno ocurrirá con la humanidad, y si no, pues tragedias. A pesar de mi empeño, no he conseguido éxito en esta, la más difícil e inefable de mis empresas, al día siguiente observo, con pesar, las noticias.
Soy amigo de los placeres simples, mis días están llenos de pequeñas dichas y esto equilibra los sinsabores, en las mañanas, por decir algo, me gusta oír mi propia voz, ronca por la falta de uso, exclamar cosas como “qué inefable mañana, y mi rostro se ilumina con el primer rayo del sol, como si fuera el primer amanecer de la humanidad. Esto lo hago, además, porque el sonido de mi voz me indica que amanecí vivo. Morir de noche y que nadie oiga (o ni siquiera poder pronunciar mis últimas palabras, me aterra hasta el llanto.
Algo de lo que no me había percatado, hasta que alguien me forzó a ello, es que repito frases e ideas como si no las hubiera dicho o formulado ya, en la oficina, dicen, siempre cuento los mismos chistes y anécdotas. Esto de los chistes lo hago, no porque me agrade, sino para mezclarme y no llamar demasiado la atención. Por lo que estas “repeticiones, si es que las hay, en realidad me tienen sin cuidado.
El catastrofismo es una de mis tendencias, los pensamientos funestos son el pan de mis días, sé que puedo morir en cualquier momento, un edificio que se colapsa desde sus basamentos, un cliente inconforme, una maceta mal puesta en un balcón, una jauría de perros rabiosos, un motociclista que use las banquetas en vez de la calle, un súbito entumecimiento del cerebro, un tiroteo, todo lo anterior, en un repaso rápido, es una pequeña muestra de muertes inesperadas que me acechan en cada esquina.
En ocasiones, mi interminable monólogo interno se hace externo y digo cosas sin sentido para mis interlocutores, lo cual puede ser bueno o malo, según lo dicho y de la ocasión. Decir “de Cocula es el mariachi durante la comida (almuerzo en la oficina, me vale el adjetivo de excéntrico o chistoso. Si en cambio digo “que se mueran todos menos yo durante una junta importantísima (oh sí, siempre estoy en una, me vale apenas, un jalón de orejas, aunque a mis espaldas murmuran “loco. Esto lo atribuyo a la rapidez con que trabaja mi mente, por lo que no puede ser tan malo.
A veces me figuro que estamos en un libro, que las situaciones son ficticias y que mis acciones pueden repercutir inefablemente en la trama principal, pero me preocupa que mi historia no es la principal (siempre me ha caracterizado la humildad. Cuando este sentimiento me abruma y la creciente angustia de la no titularidad me sofoca, incurro de manera consciente en actos que únicamente podrían calificarse de “raros. “Esto me es lícito, pienso, pues es la única forma de acabar con esa inercia de la atmósfera libresca en que me sumerjo a veces. Sin embargo, procuro que nadie me vea. Los actos raros consisten en caminar como pato, hacer pedorretas con la boca, acariciar lascivamente alguna de mis partes pudendas, y cosas por el estilo. Esto siempre funciona, y cómo no habría de hacerlo, se imaginan que, por decir algo, en la Biblia (nunca la he leído, se dijera “entonces Abimelec reprendió a Josafán, y Josafán caminó como pato, mientras hacía pedorretas con la boca, eso sin duda sería una ruptura en el relato.
También dejo las cosas incompletas, inefablemente, como aquella vez en que una amiga me dijo