20101103

Para mis muertos



La madrugada del miércoles 3 de noviembre saqué, como todas las noches desde que nos mudamos, a pasear a mi perro. De regreso, sobre Acueducto, una luz en una ventana me llamó la atención, eran casi las dos de la mañana. Desde la calle, tras pasar un patio, la vista se topaba con una mesa puesta. Al fondo, una barra dividía la cocina del comedor. En el centro de la mesa, un florero alto con cempasúchil dominaba el cuadro. Los platos y los vasos en su lugar, como si esperaran tener muchos comensales esa noche, y alrededor del florero, platos con comida. Fue acaso segundo y medio, pero casi podría jurar que vi pétalos de cempasúchil regados sobre el mantel. Debía haberlos.

Pensé entonces, puesto que los días anteriores no estaba, que lo habían puesto algo tarde. Enseguida me corregí: nunca es tarde para pensar o celebrar a tus muertos. Yo, por ejemplo, no puse altar ni prendí veladoras ni dejé mandarinas en la mesa del comedor, pero mis muertos siempre van conmigo. En la casa, lloré largo largo.

Abuelo José: Perdóname si alguna vez refunfuñé porque me mandaron a la esquina a esperar que te llevaran, si me enojé cuando teníamos que cargarte al subir las escaleras y si algún gruñido se me escapó cuando batallaba por subir tu silla de ruedas a la banqueta, pero es que era un niño y no sabía que me durarías tan poco. Perdóname también si me enojé contigo cuando supe que tú le dijiste a mi madre que era muy pequeño para saber que mi padre había muerto, no fue justo, no estabas ya para defenderte, para decirme que lo hiciste por amor, porque no querías que yo sufriera. Recuerdo todas las historias que me contaste y quisiera que me hubieras contado más, saber más de ti, de tu familia; recuerdo también tu olor, tus pañuelos, el tacto rasposo de tu barba.

Abuelo Octavio: No te conocí, al menos no te recuerdo. Pero sé que me amaste. Cuando me acuerdo lo que me contó mi abuela Ana, que desde la ventana de tu cuarto en el Seguro Social me veías jugar, y luego le decías a mi abuela, “lo vi jugando” y llorabas, se me hace el corazón chiquito. Yo quería conocerte, de veras, pero nunca me llevaron a verte. Tal vez mi amor por el cine te lo debo a ti.

Abuela Ana: Te conocí pequeña y frágil, pero sé que fuiste un titán cuando joven. Eso se requiere cuando crías a 16 hijos y les das de comer a todos con una gallina, incluida a la esposa de mi papá, embarazada de mí. Gracias, abuela, por hablarme de mi padre, “Julio bonito”, gracias por salpicarme con un poco de ese amor infinito que sentías por él, tú me hiciste conocer a mi papá y me lo devolviste un poco. Si nadie lo hubiera amado más que tú, con ese amor le bastaba.

Tía Lina: sin ser mi madre me cuidaste, me alimentaste, me quitaste el hambre muchas veces. Siento que no te lo agradecí lo suficiente. Gracias. Lloré mucho tu muerte (te sigo llorando) y maldije mil veces al cáncer.

Profe Danilo: Gracias por hacer de mí el hombre que soy, por ayudarme a moldearme. Fue un gran hombre. En mi colección de figuras paternas siempre ha sido usted el más cercano a mi corazón. Me dolió mucho no haber ido a su funeral ni haberlo visto en esos últimos días del cáncer. Regresar a la escuela donde me dio clases y donde luego fue mi jefe y me dio consejos y donde siempre siempre fue mi amigo me duele mucho, porque usted ya no está. Pablo y yo lo recordamos cada vez que tomamos y lloramos por su ausencia.

Tío Leobardo: Te parecías a mi padre, eras su hermano menor y estos dos motivos me bastaban para quererte. Sin contar tu bondad hacia mí, los libros que me prestabas, los consejos. No supe de tu enfermedad ni de tu muerte el día de mi cumpleaños hasta hace un mes y me dolió mucho. Pero ya estás con mi padre.

Blandelino: Te fuiste antes de que hubiera aprendido más cosas de ti. Pero gracias por lo que me enseñaste, gracias por tu paciencia y por creer en mí. Fuiste de los primeros en hacerlo y eso nunca lo olvidaré.

Ricardo: Te fuiste mucho muy joven, antes de que fuéramos amigos de verdad. Perdón si tú me considerabas realmente tu amigo y yo no, pero compartimos muy pocas cosas, aún así, el dolor de tu muerte y la sorpresa aún recorren mi espina cuando pienso en ti.

Bebé, Fallito, tu muerte a los cinco meses de haber nacido es la peor tragedia que ha sufrido mi familia y la que he sufrido yo. No puedo pensar en ti sin llorar, pero con todo, no cambiaría este dolor que aún me oprime el pecho. Conocerte fue una bendición, verte sonreír con la cánula saliendo de tu garganta. Ojalá hubiera podido cargarte más, mi bebé, mi chiquito, y besar más tus mejillas grandes. Te extrañaré siempre. Te amo.

Padre mío, papito, llevo tu rostro sobre el mío como máscara mortuoria. Tu muerte es una herida en mi costado. Ya no despierto en la madrugada, llorando porque te necesito, pero aún pienso en ti. Cargo tu legado, soy tu herencia al mundo, soy tu carne, tu sangre, soy tú, soy tu muerte y tu vida. Te extraño, extraño al que hubiera sido si hubiera crecido contigo. Tal vez sabría tocar la guitarra, trabajar la madera, tal vez habría empezado a escribir antes. Mi primer recuerdo es estar sentado en tu regazo, tú movías hacia arriba y hacia abajo tu garganta, yo no entendía cómo lo hacías y quería agarrarla; mi madre dice que no puedo acordarme porque cuando hacías eso yo apenas era un bebé, pero me acuerdo. Espero hacerte sentir orgulloso.