20080620

Eróstrato


Me sorprende la indiferencia con que el grueso de la gente mira con desdén al fuego cuando es pequeño. Aún las llamas más débiles queman igual, si bien una superficie menor. De no haber las condiciones necesarias, no hay fuego, pero cuando lo hay, no hay fuego que queme poco, que arda menos, o que no pueda crecer si se le alimenta primorosamente.

En esto nos distinguimos de Él los humanos; nosotros sobrevivimos en las condiciones más míseras o, incluso, cuando no las hay, lo que provoca que perdamos la dignidad (sea o no nuestra culpa) y que perdamos la propia condición de humano. Si el fuego no puede subsistir, simplemente no lo hace.

De niño me disgustaba enormemente no poder sostenerlo en mis manos, y no me refiero a las quemaduras, ésas nunca me han importado, sino a su carácter inmaterial, el agua, por huidiza que sea, puede sostenerse en las manos por un momento y, puesta en un recipiente que la contenga, se advierte su resistencia al penetrarla, se siente su densidad, su peso. Pero al fuego no se le puede cargar, no a menos que se alimente de la carne propia; no se puede tomar una llama por la cabellera y levantarla, mientras preguntamos “¿qué planeas, pequeña?”. Tampoco se puede constreñirlo a un envase y almacenarlo, guardarlo para un día de frío o de ocio. No tiene peso, no tiene densidad, al menos no que se pueda percibir con los sentidos del humano. El fuego es energía, no materia.

El agua y el fuego han sido puestos como elementos contrarios. El agua tiene materia, el fuego no. Es como si el aliento de un hombre se enfrentase (y diera una buena pelea, además) a un desaforado gigante. Y siempre he estado (aunque al lector le resulte difícil creerlo) del lado de los débiles, pues mi convivencia con el fuego no ha hecho mas que mostrarme la debilidad de la carne, lo fútil de mi materia de humano.

El fuego se parece a nosotros en su inevitable dependencia de los demás y de los estímulos externos, que nos rebasan (a Él y a nosotros) y que no pueden ser evitados por un simple acto de voluntad inamovible. Por ello, cuando alimento un fuego (ya sea con los combustibles adecuados o con mi propia carne) me siento bien conmigo, como un mesero que atendiera un banquete para dioses, y al final, a escondidas, probara las heces de la ambrosía, o mejor, como Anquises después de yacer con la mismísima Afrodita.

Si el agua limpia, el fuego purifica; permite un nuevo inicio, es augurio de reconstrucción y de la siembre nueva. En el agua nos disolvemos, en el fuego, nos consumimos. Los muertos por agua ofrecen un cariz espantoso, los muertos por fuego, cuando arde bien, no tienen aspecto mas que de polvo negro, su grasa se evapora y quedan sueltos algunos trozos de hueso necio. Y ya basta con estas analogías ociosas, sólo agregaré que Juan el Bautista dijo de Jesús que, a diferencia suya, Él vendría bautizando con fuego. Permítaseme una más: Dios es representado en ocasiones como un torbellino de fuego.

Así, en Él se intersecan lo nuevo y lo viejo, la vida y la muerte, es tan referido que, seguramente lo que digo tiene una fuerte (o tal vez tangencial) resonancia a lugar común.

Déjenme replantearlo en términos menos comunes.

Del fuego soy y al fuego regresaré. Las salamandras entrarán en mi boca abierta. Del fuego soy. Las llamas que viven en mi pecho por fin se alzarán, jubilosas. Al fuego regresaré. Y la muerte no me alcanzará, el fuego es vida y en él renaceré. Lo del fuego al fuego. Mi ser terrenal se evaporará, sólo mi ser divino sobrevivirá. Del fuego al fuego. Una vez purificado seré invencible. Del fuego soy y a Él regresaré.